Un día el rey más poderoso de la época se decidió por fin, tras largos años de infructuosos tratamientos por parte de la legión de médicos que le atendían de su extraña dolencia, a consultar a un Sufi que vivía en las afueras de la capital. El sabio accedió a acompañar al emir y cuando estuvo en presencia del ilustre soberano, pasó un buen rato en silencio observándolo. Luego, haciendo ya el gesto de irse, dijo:
“Poderoso señor, todas vuestras dolencias desaparecerán al instante de vestiros la camisa que lleva el hombre feliz”
Consternado el monarca apenas acertó a
preguntarle a voz en grito, cuando el viejo sabio iba ya a salir de la
enorme sala. “¿Dónde está ese hombre? ¿Cómo puedo encontrarle?”
“No teneis más que enviar emisarios a buscarlo”, respondió el Sufí desde el pasillo.
El rey actuó de inmediato y envió a todos
sus emires a recorrer el país. Los altos dignatarios fueron preguntando
a todo ciudadano si era el hombre feliz, y cuando el interrogado
respondía negativamente seguían buscando. Pasaron los años. Por fin el
emir más diestro, fuerte y paciente regresó a palacio, exhausto,
desfallecido y con el semblante ciertamente turbado.
El rey inquirió: “¿Has encontrado por fin al hombre feliz?”
“Sí, majestad”, respondió el buen
servidor, “en efecto lo he encontrado; vive en los confines de vuestro
reino, en lo alto de las montañas más altas”.
“¿Le habéis, pues, colmado de tesoros a cambio de su camisa?”
“Majestad:”, el canciller se tomó su
tiempo en responder, lanzó un largo suspiro y concluyó, “el hombre feliz
es tan pobre que no tiene ni camisa”
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